Por Alondra Berber
Para 99 grados
Un
día, el narcotráfico reescribió el amor, sus formas, su lenguaje. Hizo un poco
más desesperados a los amantes cuando surgió con la pasarela de cuerpos un
final alternativo a la felicidad perpetua. Las páginas de los cuentos fueron
reemplazadas por notas rojas, las brujas por sicarios y secuestradores, los
príncipes azules por epitafios y las hadas madrinas es probable que hayan sido
deslumbradas por el poder, el dinero y acabaron como amantes de políticos o
narcos.
Por
supuesto, la felicidad no fue eterna. Desde el principio, nunca lo fue, como no
fue el punto final de la historia algo congruente en discurso y acción.
Nacieron entonces las viudas del fuego; mujeres de diferentes edades, niveles
socioeconómicos, personalidades, gustos y formación, que amando o creyendo amar
a los príncipes por siempre y para siempre, se quemaron también. Algunas
lloraron el asfalto, otras las cárceles, las funerarias, las fosas comunes…
Otras tantas a los desaparecidos; memorias aquellas hermosas, inconclusas, con
el sabor de una esperanza condenada a desaparecer y un nuevo estigma en que la
doble moral satanizó por igual a víctimas y victimarios de los cárteles de las
drogas y contempló desterradas, perseguidas a sus féminas.
Algunas
princesas de escasos años y pieles todavía tersas se convirtieron en
protagonistas de la noticia, perforadas por las balas o rebeldes ante el
escarnio del nuevo escritor del cuento, pero algo debemos reconocer: la gente
comenzó a leer; de pronto, como si la desgracia fuese tierra fértil de letras,
la sociedad empezó a unirse, a esperar con cierta curiosidad cada periódico
testigo de algún rumor de detonaciones, ejercitó su memoria para reconocer
cuerpos o adivinar qué diría el próximo letrero, adiestró sus sentidos para
detectar delincuentes o pronosticar ingresos, para reinterpretar las redes
sociales de aquel que “dicen que mataron porque estaba metido”.
Todo
miembro de la sociedad miró ante sí un gran campo de batalla con las divisiones
de los viejos juegos en que reproducían y fortalecían el adoctrinamiento moral:
los buenos, los malos. Pocos comprendieron que no existían ni los unos ni los
otros en un estado de pureza, que hasta en el último individuo existía
dualidad: todos mártires y verdugos a su manera, más allá de la sangre
escandalosa y siempre protagónica. Aún menos captaron que no se trataba de
cuántos “culpables” morían porque cada ejecución, fuera de quien fuera, era la
derrota de un país entero que atascado de cuernos de chivo, estaba desarmado
como nunca.
Los
personajes del cuento se endurecieron; cambiaron los cantos alegres por
temerosos silencios, la felicidad por sobrevivencia, la adaptación ordinaria
por una balanza entre la psicopatología y las ganas de crecer a partir de la
adversidad. Algunos pelearon con lo divino, otros se aferraron. Algunos
siguieron adelante, otros murieron en vida, pero lo que es real es que nadie
olvidó que el cuento rosa sólo fue el primer espejismo, el primer eslogan
político pensado para niños.